¡¿Que las cantidades desconsideradas de azúcar es dañino para la salud?!

Era otoño, de esos en los que unos días te sorprenden con un frío más propio del invierno y otros, con una suave brisa cálida. Este sin duda, era uno de los últimos, aunque el cielo estaba cubierto de nubes grises que amenazaban con romper esa pequeña utopía con una gran lluvia en cualquier momento. Así que al salir a la calle, con mi chaqueta de lana marrón chocolate, me sorprendió aquel día oscuro pero de temperatura agradable.

Había ido a Ciudad Blanca a comprar hierbas con las que hacer té, sales, minerales y demás ingredientes que necesitaba para una pomada que intentaba fabricar y, si las encontraba, velas de vainilla. Entré en varias tiendas, pequeñas y cucas, repletas de mariposas, flores y adornos por las paredes y el techo, y con ese olor tan característico, incluso místico. Eran bastante peculiares, la verdad, pero siempre me habían gustado ese tipo de comercio, tan extravagante e invisible para quien no sabía mirar.

Iba caminando por la calle, cuando vi cierto revuelo en torno a una discreta posada. Me acerqué, curiosa. Y escuché con atención los murmullos.

< Se ha caído sin más>
< Pero no se ha muerto, ¿verdad?>
< ¿Qué le ha pasado?>
< Será cosa de la edad...>

Me escurrí hasta el interior mediante algún que otro empujón, y vi a un anciano tirado en el suelo. A su lado, un chico, que probablemente fuese más joven que yo le sujetaba una mano. Me arrodillé a su lado.

-¿Puedo ayudar?

La sala era un caos, y las mujeres que rodeaban a aquel hombre estaban histéricas. Suspiré muy profundamente, intentando no agobiarme, pero no podía evitarlo en ese tipo de situación. Pero el chico, que tenía la cara pálida y gesto de verdadera preocupación, estaba allí clavado en el suelo. Al oír que me dejaba ayudarle, decidí que era momento de “hacer trampas”. Me levanté, y dije en voz clara y firme:

-Tranquilizaos-extendiendo las manos. De repente, parecía que todo volvía a su ritmo habitual, la gente se quedó mirándome pero el ruido y el movimiento caóticos habían cesado.

Cada vez que utilizaba la magia, por alguna extraña razón que nunca comprendería, mis ojos pasaban de ese rojo cobre a un rojo sangre bastante peculiar, como en ese preciso momento.

-Quienes solo estéis chismorreando os iréis, y el resto, prepararéis una habitación donde pueda llevarlo, ¿de acuerdo? Transportarlo no será un problema.

Me volví a agachar junto al muchacho y puse una mano sobre su mejilla. Susurré tres palabras y su rostro volvió a tener un color más sano. Tras levantarme, extendí una mano hacia él. Al mismo tiempo, notaba el efecto que usar magia tenía en mí: mi cuerpo dejaba de sentirse fuerte y resistente, y pasaba a ser el de un humano cualquiera. Ese era el precio que siempre habría de pagar a cambio de mi don.

Off: Perdona la tardanza xDU

Una muchacha, de pelo largo oscuro y tez clara como la nieve, apareció en la sala de nuevo, la seguía un hombre grande y fuerte, que sin el más mínimo esfuerzo, alzó al anciano y lo llevó a una de las habitaciones. El chico y yo nos levantamos y recorrimos el pasillo hasta el dormitorio del fondo.

No era muy grande, pero la iluminación era buena y la cama parecía cómoda. Tenía unos muebles sencillos y solo destacaban las sábanas, de un azul eléctrico muy llamativo. La ventana estaba entreabierta y entraba un suave olor a... cómo explicarlo, a otoño.

El gigantón se despidió de nosotros justo después de posar al hombre en la cama, él y la chica se fueron cerrando la puerta tras ellos.

Observé satisfecha como el chico suspiraba aliviado y se presentaba, alzando la mano. Se la estreché.

-Me llamo Aedea. Bueno...-dije desviando la mirada-No sé si cool es la palabra, pero siempre me pasa esto y hay gente que se sorprende. Soy maga, es por eso.

Me senté al lado del anciano y extendí una mano sobre él sin llegar a tocarle. Mis ojos de nuevo cambiaron de tono, y la silueta de las venas y arterias bajo mi piel se hicieron claramente visibles. Puse la mente en blanco y me concentré. Tras varios segundos, me senté en una silla de madera junto a la cama y dejé caer la mano sobre mi regazo.

-Ya está bien, pero le vendrá bien descansar. ¿Tiene problemas respiratorios?-pregunté.

El chico ya parecía más contento, incluso algo hiperactivo. Yo sonreí muy calmada mientras le escuchaba. Por lo visto al anciano tan solo se le había bajado el azúcar. Tanto lío solo por eso. Observé como me mostraba una tableta de chocolate a medio comer, de una pinta deliciosa, y se explicaba. Mientras, jugueteaba con mi pelo entre los dedos, girándolo en un tirabuzón y dejándolo caer luego. Me apreté los lazos que sujetaban las dos coletas.

-Eso no puede ser muy bueno. Te lo digo yo, que soy médico. Aunque eres bastante joven y supongo que por ahora lo quemarás-dije encogiendo los hombros y esbozando una sonrisa. Eso era lo bueno de tener un cuerpo fuerte y sano, podías permitirte esos lujos. Y él por supuesto, que era casi un niño, aún no tendría ningún problema por ello. Yo nunca me había preocupado por eso, afortunadamente.

Noté como mi cuerpo se reponía y ya estaba casi como hacía unos minutos. Respiré profundamente y recorrí la habitación con la mirada. A continuación, miré mi reloj, se me hacía tarde. Así que me levanté y me acerqué al chico.

-Debería irme ya.

Comencé a caminar hacia la puerta cuando me giré de pronto. Había algo que quería saber y que se me había olvidado hasta ese justo momento. Solo por si me equivocaba.

-¿Puedo saber cuántos años tienes? Por curiosidad.